Memorias del Proyecto One Laptop Per Child- Ruanda 2007-2015
Capitulo I
Impresiones de llegada:
Tengo que confesar que llegar a Kigali, la capital de Ruanda, luego de un viaje de 26 horas con escalas en Chicago y Bruselas, después de haber leído el Libro de Immaculée Ilibgiza “Vivir para Contarlo”, o de haber visto la película “Hotel Ruanda”, no me traía nada tranquilo. Un nudo en la garganta y cierta aprehensión por el historial tan violento y tan reciente, por la brutalidad de un pueblo capaz de matar a sus parientes, vecinos y antiguos amigos y compañeros de clase, ex novios o pretendientes, a machetazo limpio en el cual ochocientas mil personas murieron en menos de 90 días, no era un aperitivo nada atractivo para comenzar el viaje a este país.
Solo me proporcionaba un alivio el saber que nuestro proyecto de Una Computadora Por Niño ha proporcionado más de 110,000 laptops a nietos de familias desaparecidas en el genocidio. Y digo nietos, porque al tener entre 5 y 12 años de edad, son hijos en su gran mayoría de huérfanos del genocidio y fueron criados o en orfanatos o por algún miembro de la familia que sobrevivió. Es difícil comprender lo que significan este tipo de estadísticas. Venia preparado no solo para cumplir con mi obligación profesional, sino con cierta curiosidad y entusiasmo al saber que nuestra contribución está cambiando algo, para bien, a esta atribulada nación.
Han pasado 14 años desde el comienzo de dicho genocidio. Las historias son atroces. Varios de nuestros empleados son huérfanos completos, padre, madres, tíos, hermanos, abuelos, primos. Familias enteras totalmente eliminadas de manera inimaginablemente cruel. Uno de ellos, de quien en alguna oportunidad escribí algo, Sam, tuvo una historia tan conmovedora cuando nos visitó en Miami hace un año, que nos puso a llorar a todos los que lo escuchamos en una charla que preparé en el Club Riviera en Coral Gables. Esperaba, pues, encontrar una ciudad con calles en tierra, tal y como Immaculée la describe en su libro, con casuchas destartaladas, gente amargada, difícil, peligrosa, donde salir a la calle podría ser algo riesgoso.
Nada más lejos de la realidad.
Para comenzar, la terminal del aeropuerto, construida después del genocidio, (como casi todo el país), no está nada mal. Fuimos recibidos por Nkubito Bakuramutsa, nuestro contacto con el gobierno, con un abrazo cálido y honesto. Borró, de un tajo, cualquier aprehensión que un largo viaje con semejantes expectativas de imágenes de violencia, pudieran haber fabricado. Los trámites de aduana e inmigración fueron expeditamente ejecutados, obviamente porque estábamos con alguien del gobierno. Pero los funcionarios saludaron todos amablemente, con grandes sonrisas. Inmediatemente se nota una raza negra diferente, la Tutsi, (ya veremos más las características más adelante y la comparación con las otras tribus, entre la cual, la Hutu, es el motivo del genocidio). Era ya de noche, pero pudimos ver en el camino a la ciudad, una autopista de doble calzada, perfectamente asfaltada (me dijeron que fue hecha en los últimos 18 meses), con jardines muy bien cultivados, con estoperoles incrustados en el piso para mostrar el sendero a los peatones pero alimentados por energía solar (en nuestros países de América Latina no hubieran dado un brinco, se los habrían robado para venderlos en el mercado negro al día siguiente de instalados). Fui dándome cuenta, entonces, de que en realidad me esperaban sorpresas inimaginables en este país.
Llegar al “Hotel Ruanda” hoy rebautizado “Des Mille Collines”, “Las Mil Colinas” por su nombre en Francés, e imaginarme las escenas que habíamos visto en la película fue, de por sí, una vivencia abrumadora. No sé si sería porque iba acompañado de Sergio Romero, nuestro gerente para Africa, quien ha pasado semanas enteras en este hotel y todos los empleados lo conocen y lo saludan de abrazo, seria por lo que a mí me saludaron con una calidez única. Pero no, se nota que esta gente maneja una amabilidad y sencillez, una beatitud, si así lo podemos llamar, que para nada mostraba el pasado reciente de brutalidad tan aberrante. Era sincera y del corazón. No por causa de un riguroso programa de entrenamiento de alguna cadena Europea, o de algún gerente blanco, impuesto a rajatabla. No. Una muy amplia sonrisa, con dientes muy blancos, dejaban entrever una estadía amable. Tal vez será precisamente por haber pasado por semejante trauma que el subconsciente colectivo a determinado tomar la vida bajo otra actitud de reconstrucción de la psiquis de todo un pueblo. El hotel es un hotel viejo, pero remodelado y ampliado recientemente. Los corredores de las habitaciones son estrechos, y al subir al piso “veía” los refugiados tirados en el suelo, apeñuscados uno encima del otro, atemorizados, como los había visto en la película. Me recorrió una culebrilla por la columna de solo pensar en ello. La habitación, modesta pero digna, con un baño típico de los años 60, pequeño, tiene TV digital de plasma, buen sistema telefónico, pero Wi-Fi todavía muy lento. Mobiliario sencillo. La vista sobre el valle de muchas colinas ( A Kigali la llaman la ciudad de las Mil Colinas- de ahí el nuevo nombre del hotel), me hizo pensar en el Medellin de los años 50. A 1,500 mts de altura sobre el nivel del mar y a 5% al sur del Ecuador, la vegetación, el clima y la topografía me hicieron sentir como si estuviera en Colombia.
Salimos a cenar inmediatamente después de llegar, pues teníamos que planear con Nkubito las actividades de los días siguientes. Fuimos a un restaurante típico, con techo de paja, en una colina cercana, donde la terraza cubierta estaba repleta de comensales, muchos de ellos europeos, y una delegación grande de la Boeing que acababan de entregar el nuevo 737-800, última generación, a la empresa local Rwand Air. Los dueños del lugar hermano y hermana, nos atendieron con una amabilidad increíble. Saludaron a Sergio con el saludo típico al estilo Rwanda, tocando las sienes tres veces, comenzando por el lado derecho, luego el izquierdo y nuevamente el derecho. Es el saludo con el cual a uno le dicen que uno hace parte de ellos. Es evidente que Sergio se ha ganado el corazón de estas gentes. Nos dieron una comida que más parecía del restaurante de Medellin “Hato Viejo” que de un restaurante africano. Arroz, frijoles, papas, carne. Si hubiera cerrado los ojos, juraría que estaba en Colombia. Al salir, en un gesto increíble, se despidieron de mi igualmente con el gesto de tocar las frentes en las sienes las tres veces.
Rendidos, llegamos al hotel luego de 36 horas de viajar sin parar. Me di cuenta de que para poder contar mi viaje a Ruanda iba a necesitar varios capítulos de crónicas.
Dejo entonces, el primer día en Kigali para la segunda crónica.