No creo que recordemos una cuaresma y una Semana Santa ni siquiera remotamente parecidas como esta que acabamos de vivir, en todo lo que llevamos de vida y en la vida que nos quede por vivir.
Hemos asistido a bellísimas Semanas Santas en Sevilla y en La Antigua, en Guatemala. Hemos estado en celebraciones multitudinarias en la Plaza de San Pedro en Roma. Hemos tenido la fortuna de asistir al peregrinaje de la Virgen Del Rocío en Andalucía. Todos estos eventos revestidos de gran drama, devoción, (en algunos casos con sincretismo y fanatismo), pero que todos y cada uno de ellos nos dejaron huella imborrable en nuestras memorias, en nuestra siquis y en nuestros corazones.
Nada de esto igual a lo que hemos vivido en estos 40 días.
El mundo se nos paró en seco. Así no más. Nos dijo algo así como: “hasta aquí les llego, No juego más bajo estas reglas de vosotros, amigos míos”. Y nos dejó sembrados, estupefactos, atónitos, diciéndonos al mirarnos en el espejo por las mañanas: “Que fue lo que nos pasó?”. Y todavía, 40 días más tarde, no podemos respondernos y buscamos desesperadamente una posible respuesta que nos sirva como bálsamo de sanación a esta congoja interior que nos agobia.
Imágenes dicen más que mil palabras; ver a un Pontífice solitario hasta el infinito, vestido de blanco contrastando con un fondo bastante oscuro de una noche lluviosa y lúgubre en Roma, caminando lentamente, cojeando más bien, por la rampa de la Plaza de San Pedro para dar la bendición Urbe y Orbis hace unos días y volverlo a ver en el Via Crucis de hace un par de días, ante esa inmensidad de plaza totalmente desierta, son recuerdos de esos que calan, como el día del asesinato del Presidente Kennedy, o la destrucción de las Torres Gemelas, o el Tsunami en Tailandia, e el Tsunami en la planta nuclear de Japón. Todos ellos marcarán nuestra generación y la de nuestros hijos y nietos por décadas futuras. Pero este de esta semana, los sobrepasa a todos por mucho.
Ni los adelantos de la ciencia ni todas las naciones del mundo volcadas en pavorosa carrera para encontrar paliativos o soluciones a esta pandemia, han servido para calmar la angustia infinita de millones de personas que han visto partir en cuestión de días familiares, amigos, ciudadanos de todas las corrientes y niveles socio económicos. Ver las imágenes en los centros de salud, o las bolsas negras o blancas con cuerpos de personas que “no tienen dueño”, siendo cargados en camiones refrigerados o enterrados en hilera larga y angosta de fosas comunes, dejan huella. Calan hondo. Acongojan. Abruman. Asustan. Nos encontramos, ahora sí, con el proverbial adagio de que “el Emperador está desnudo”. Como diría Jean-Francois Revel: “Marx está muerto, y Cristo está muerto, y sabes una cosa? Yo, no me estoy sintiendo muy bien que digamos!”.
Pero hay, entonces, “un Cristo Resucitado”. Como dice el poema de Gabriela Mistral “Pero la imagen de Cristo no la busque en los museos, no la busque en las estatuas, en los altares y templos.. No la busque de madera, de bronce de piedra o yeso, ¡Mejor busque entre los pobres, Su imagen de carne y hueso!. Es decir, en la humildad, pero con Esperanza, así, con mayúscula.
Acabamos de ver un concierto de Andrea Bocelli en la Catedral de Milán, totalmente vacía; él solo con el organista de ese maravilloso instrumento musical de viento del medioevo, cantándole a la Virgen y a Dios resucitado. Paro luego, verlo caminando lentamente por encima de unas cintas que le pusieron en el piso para que pudiera orientarse por ser ciego, ante un diminuto micrófono en la mitad de la plaza al frente de semejante fachada, esa señora fachada de la Catedral de imponencia abrumadora, cantando “Amazing Grace”, en Inglés, himno de la esclavitud norteamericana, que en su momento cumbre dice, que “siendo ciego, vi la luz” nos puso la piel erizada, nos sacó lágrimas de los ojos y nos dejó postrados ante la inmensidad del mensaje y ante la humildad y a su vez la grandeza de este ciego, gran artista y humanista contemporáneo.
Dicen que de grandes tragedias deben, o tienen, que salir enseñanzas: tal vez hemos encontrado la manera de recuperar la espiritualidad perdida, independientemente de creencias religiosas, más bien basadas en enseñanzas y tradiciones milenarias, guturales algunas, de las entrañas tribales de nuestros antepasados, que nos pedían comprender mejor los conceptos de compasión, empatía, amor por el prójimo, desearnos “que la paz esté contigo” pero no por decirlo así no más, que en la humildad encontramos grandeza, que en la tristeza y en la desolación, encontramos la fortaleza, la resiliencia, el carácter y la templanza, para que entre todos no solo salgamos de esta noche triste y oscura sino que al amanecer comencemos nuevamente a reconstruir todos juntos un mundo mejor del que encontramos cuando vinimos a este planeta. Se lo debemos a nuestros descendientes.
Feliz Pascua de Resurrección, aun dentro de nuestras tristezas personales y colectivas.
Rodrigo Arboleda
Domingo, 12 de Abril 2020