Capítulo II- La Gran Travesía Del Atlántico Norte.
A la mañana siguiente salimos como a las 10:00 AM del aeropuerto de Dulles, donde tenía su avión, porque por haber sido quien construyó dicho aeropuerto cuando fue jefe de la FAA en épocas del presidente Kennedy, le dejaban tener su avión privado allí. Y digo avión, que suena fenómeno. Pero en realidad era una avioneta, comparado con los aviones jet privados que se veían en ese entonces y ni para que hablar de los que se ven hoy día.
Volamos al noreste por unas seis horas y aterrizamos en Goose Bay en la Península de Labrador. Una ciudad pequeña, fría a morir a pesar de que era temprano en Octubre. Solo había un motelito al lado del aeropuerto y allí nos fuimos a dormir temprano. Compramos fiambre para llevar en el avión al día siguiente, con mucho contenido de frutas secas, deshidratadas para que no nos diera muchas ganas de hacer pipí, porque eso de estar yendo atrás en semejante avioncito a cada rato, la sola salida del puesto de piloto o “navegante” como pomposamente me bautizó, era un rollo muy grande. Muy poco liquido o café por el mismo motivo.
A las 4:00 AM nos fuimos él y yo para la torre de control a llenar el plan de vuelo y fue ahí donde vi el grado de disciplina que una aventura de estas demanda. Estuvo más de una hora estudiando con el meteorólogo la situación de los vientos (recordemos que en aquella época no había Weather Channel), si había o no tormentas, cuales eran las condiciones de las nubes, a qué alturas, etc. Llamaron por radio a varios pilotos que regresaban en el aire en esos momentos desde Europa para verificar condiciones atmosféricas, dirección y velocidad de los vientos a diferentes alturas, etc.
Decolamos como a las 5:30 AM con los primeros rayos del sol. La autonomía de vuelo del avión había sido modificada por los tanques de combustible para que fuera de unas 7 horas y media, de los cuales solo deberíamos usar 6 horas y pico para dejar una hora de reserva para posibles emergencias. Con 6 horas deberíamos ser capaces de llegar hasta Reykjavik en Islandia.
Una vez que llegamos a altura de crucero, unos 23,000 pies, presurizado el avión, me dijo que quería que hiciéramos simulacro de emergencias. Lo miré incrédulo. Yo estaba sentado en el puesto del copiloto, a mano derecha. Cecilia y Allison estaban atrás. El simulacro consistía en ver qué hacer en caso de que le diera un infarto o desmayo. Se iba de bruces sobre el timón de mando y el avión entraba en un clavado. Yo tenia que agarrarlo del cuello de su camisa por detrás, y bruscamente echarlo hacia atrás, mientras que Allison y Cecilia me ayudaban a sostenerlo en esa posición. Me tocaba nivelar el avión, para lo cual previamente me había ya entrenado en varias oportunidades que habíamos volado juntos y me había dejado manejarlo por tramos, cambiarlo de altura, voltear para un lado o el otro sin dejarlo perder altura (la tendencia es que cuando una voltea la cabrilla, el avión tiene la tendencia a clavar el pico y descender), seguir (más o menos) una ruta y no “cabalgar en una ola” es decir no subir como en una pequeña montaña rusa o nadar como un delfín, subiendo y bajando constantemente, tratando uno de nivelar el avión. Entonces debería yo ayudar a quitarlo del puesto o a dejar que Allison tomara mi puesto para comenzar a descender hasta el aeropuerto más próximo (ni para que cuento la distancia en medio del Atlántico Norte entre Groenlandia a Islandia, que horror!), pedir ayuda por el radio (la frecuencia especial, el llamado de emergencia) y tal vez encomendarnos a Dios para que Allison supiera aterrizar el pajarraco este. Piensa uno retrospectivamente y me entran escalofríos de pensar lo irresponsables que estuvimos en esa travesía.
El simulacro fue, aparentemente, todo un éxito pues logré hacer todo lo que debía hacer y nivelar el avión. Así, seguimos y todo iba muy bien. Najeeb conversaba con pilotos de PanAm que regresaban por la zona desde Europa y que se recordaban de él cuando era su jefe y a quien admiraban por sus condiciones de piloto experto, y así pasamos por Groenlandia, camino de Islandia. Llevábamos unas tres horas de vuelo. Pasó una hora más después de dejar Groenlandia. Como parte de la parafernalia de navegación, tenía amarrado al muslo derecho una especie de tabletica con una calculadora de bolsillo al lado, y constantemente chequeábamos con el Loran la posición, la velocidad sobre la tierra, el combustible y los vientos.
De repente me mira y me hace seña con el dedo pulgar hacia abajo y en voz baja me dice: “no vamos a llegar con este combustible”. Saca entonces un libro grueso de cartas de navegación “Jepsen” y comienza a ver cuál es el aeropuerto más cercano. Luego de buscar en varias páginas encuentra uno en Groenlandia, una base militar llamada Narsarsuaq. Busca la descripción y vemos que es una base fundada en la segunda guerra mundial cuando los DC-3 llevaban aprovisionamiento para las tropas en Europa que por su poca autonomía de vuelo tenían que ir parando a cada rato. Sigue abierta todavía por motivos militares de control de la zona y es manejada por los daneses, y solo pueden aterrizar aviones militares o aviones en emergencia. Damos media vuelta y comenzamos el vuelo de regreso y a comunicarnos con la torre de control de la base quienes luego de estar convencidos que esto si constituía una emergencia de combustible dan el visto bueno para aterrizar. A los 45 minutos comenzamos a descender, bajamos del banco de nubes que cubría como una alfombra blanca infinita toda esa parte norte del globo, y finalmente vemos un pequeño fiordo, totalmente cubierto de nieve, con una pista de aviación en una sola dirección, entre una pequeña montaña de nieve y el mar, cubierto de icebergs flotando. Comienza este avioncito a moverse como una licuadora porque los vientos allí son, supimos luego, violentos y Najeeb comienza a alinear el avión hacia la pista. De un lado el mar, cargado de icebergs, del otro, la montaña de nieve. Vientos cruzados de 30-40 nudos, Me toca ver por primera vez lo que es aterrizar una pluma de estas, con vientos cruzados fuertes. El avión enfila casi a 90 grados de la pista, apuntando hacia el mar y los icebergs, subiendo y bajando como me recordaba subía y bajaba el simulador de vuelo! Cómo me alegré de haber presenciado esas prácticas pues de lo contrario creo me hubiera dado un infarto. Eso parecía una montaña rusa!. El jugaba con esa cabrilla como ve uno hoy día a los niños jugando con los juegos de consola con el control remoto, moviéndose de un lado para otro, de arriba abajo, tratando de reaccionar inmediatamente a lo que percibía era la turbulencia del momento. Pasaban los segundos y esa pista de aterrizaje me parecía que quedaba en la eternidad. Solo faltando como cinco a diez segundos, cuando el avión estaba a punto de tocar tierra, fue cuando lo enderezó para que entrara de punta y no de medio lado pues entrar de medio lado es accidente seguro porque las ruedas del tren de aterrizaje no rodarían en ese caso. Bueno, las manos me sudaban frio, y apenas tocamos tierra me mira Najeeb con una sonrisita maliciosa como quien dice, “con quien crees que estás volando, guapo?
Los militares daneses metidos en unas chaquetas de invierno inmensas, azules oscuras, nos reciben, nos hacen llenar una serie de documentos que justifiquen el haber aterrizado allí, nos dejan repostar combustible, pagado con tarjeta de crédito a un costo enorme por galón (llevar combustible allí, es una odisea), tomamos un chocolate caliente pues el frio era increíble y salimos como a medio día para Islandia. Llegamos esta vez sin contratiempos a Reyckjavik a finales de la tarde, es decir casi 4 horas de retraso. Otra ciudad fría a morir, triste, oscura a pesar de que todavía podríamos decir que se disfrutaban días largos de finales de verano. Volvimos a repostar combustible lo más rápido posible, subimos a la torre de control, llenamos la continuidad del plan de vuelo y salimos corriendo como a las 6:00 PM, ya con más de 5 horas de retraso entre una cosa y la otra. El vuelo de allí a Londres, atravesando Gran Bretaña de Norte a Sur, fue de una belleza inimaginable pues la noche estaba clara, sin nubes y los poblados o ciudades de Irlanda y luego Inglaterra, eran una sucesión infinita de pobladitos iluminados como collares de perlas, una cascada de luces impresionante, espectacular.
Pero a medida que pasaban las horas y nos comunicábamos con la torre de control de Heathrow, donde nos esperaba un auto enviado por Noor, nos informan que debido a la hora ya no reciben aviones privados y nos tocaría a otro aeropuerto llamado Stanstsed, al otro lado completamente de la ciudad y sin posibilidad de avisar a Noor. A estas alturas eran las 11:00 PM y llevábamos casi 18 horas desde que estábamos en la torre de control de Goose Bay. Yo, maravillado de ver la resistencia de este señor de 72 años que no había descuidado un minuto el manejo del avión, ni se me pasaba por la mente decir que estaba cansado y solo atinaba a seguirle la corriente. Lo máximo que hacía a cada rato era desconectar el piloto automático y me dejaba manejar por tramos el avión para ir enseñándome cómo hacerlo.
Aterrizamos después de la media noche. Luego de llenar un montón de papeles por haber aterrizado en un aeropuerto que no era el del plan de vuelo, la odisea fue conseguir un taxi a esa hora. Rendidos, llegamos a casa de Noor casi a las 2 y media de la mañana. No sobra decir que dormimos casi todo el dia siguiente y que solo vimos a Sus Majestades a finales de la tarde.